Desde que llegamos siempre quise quitar esa maldita cabeza de león que cuelga sobre la chimenea. No servía de nada mirar las cortinas de los años setenta o la luminosa lámpara de lava que aguardaba en una de las mesitas del pasillo; o los clásicos en vinil que colgaban y que tapizaban toda una pared. Invariablemente siempre volteaba a ver aquella salvaje cabeza de león de ojos más vivos que los míos, y aquellos colmillos enormes que sin embargo deseaba tocar con mis manos.
No había más cabezas de animales disecados. Solamente aquel león, pero lo acompañaban varias fotos de expediciones y viajes a distintas partes del mundo. Sobresalían varias fotos en el desierto, y con las pirámides. Supuse que nuestro viejo amigo Mathews quedó prendado de Egipto y de buena parte del continente africano.
Mathews tenía una moderna tornamesa, conectada a su equipo de sonido de última línea. Y yo realmente no resistí la tentación de tomar un vinil de la pared; sacarlo de su funda, prender la tornamesa y lo demás que necesitaba para escucharlo. Recordaba muy bien qué botones activar pues había visto cómo lo hacía el viejo y gruñón de Mathews.
Tomé con cuidado la aguja y la ubiqué sobre el disco que ya giraba a las revoluciones necesarias. El sonido gótico majestuoso de “Spleen and Ideal” de Dead Can Dance comenzó a inundar la habitación y a apoderarse de mi mente.