viernes, 26 de abril de 2013

La Receta Perfecta - Parte 1


Les juro que yo sólo iba al dentista. Sólo a eso...Y terminé asociándome con el hombre del sombrero. Y se puede decir que mi vida se descompuso totalmente, a partir de ese momento.
Pero veamos, todo comenzó cuando yo iba yo a una simple limpieza dental. Llegué a tiempo a mi cita, un Sábado como cualquier otro, a las 10 de la mañana. Me encontraba esperando que la Doctora Domínguez se desocupara; recuerdo que jugaba con mi celular cuando una curiosa y ajena conversación comenzó a colarse por mi oído izquierdo (mi oído espía, como solían decirme algunos de mis conocidos)...

- Así es, amiga. Debes ir inmediatamente con él. A mi me curó por completo.
- ¿Pero cómo te curó?, ¿qué tipo de tratamiento te dió?
- No te puedo decir, lo único que sé es que a partir de que lo vi, yo dejé de ver insectos recorriendo las caras de las personas.

¿Qué?...Yo...Yo también padecía de aquella situación rara. Nunca lo había admitido ante nadie ni lo había revelado a ninguna persona. Era algo que aunque no me sucedía muy a menudo, era sumamente perturbador cuando ocurría. Era algo que mantenía como el mayor de mis secretos.
Yo había llegado al punto en que no le daba ya demasiada importancia. Muchas veces me había atrevido a tocar los rostros de esas personas; traté de agarrar o sacudir aquellos bichos repugnantes que les veía en los rostros, pero...En cuanto tocaba la cara de la persona, todos esos insectos se esfumaban y yo quedaba como un perfecto idiota, en el mejor de los casos.

miércoles, 10 de abril de 2013

El Reloj que no daba las 6


Pasaban de las 5 de la tarde pero a ella le parecían más bien las 9 de la noche. La tormenta cerrada azotaba de forma cruel a la ciudad y oscurecía las calles pobremente transitadas. Se podía decir que la visibilidad era nula y las débiles y apagadas luminarias apenas constituían una pobre referencia de las avenidas, comercios y viviendas alrededor de ella.
Como fuera, a Dania no le importaba demasiado el mojarse "un poco".
A pesar de que su grueso impermeable la protegía hasta cierto punto, poca cosa podía hacer contra el agua que de repente le llegaba por los costados, al combinarse el frío chaparral con vientos moderadamente rápidos provenientes a veces de su izquierda, a veces de su derecha, tan cambiantes como su estado de ánimo últimamente.
Tenía frío en sus piernas semi-descubiertas y el rostro empapado, pero su determinación era tal que todo lo demás le importaba poco menos que un cacahuate tirado en el sucio piso de concreto mojado.

Reconoció las grandes y desgastadas letras de neón, brillando a través de la cortina de agua que cubría todo. Apuró el paso y al minuto se encontraba en el vestíbulo, chorreando litros de agua, ante la mirada desangelada de la recepcionista del café...A quién parecía que nada le devolvería el buen humor que supuestamente debía tener al recibir a un cliente, ni siquiera ante la imagen desventurada (y empapada) de la recién llegada. Aunque quizá no era de esas que solían burlarse de la desgracia ajena.
Definitivamente, esa recepcionista era nueva. Nunca la había visto antes en el café y eso en sí constituía una mala señal para Dania.

- Me están esperando...Si es tan amable de permitirme entrar...
- Claro que sí - contestó la recepcionista - Reconoce a su acompañante en alguna mesa?

Dania tardó medio segundo en localizarlo. Se encontraba a tres mesas de distancia y totalmente absorto en su bebida. Jordan no se había percatado de que ya había llegado...o quizá le daba igual.

martes, 2 de abril de 2013

Kolominoides


Él estaba bastante ebrio, con la mejilla sobre la plana superficie de la mesa, pero igual los escuchaba departir y discutir sobre cualquier trivialidad que se les ocurría. El alto y de barbilla deformada decía que ya no hacían poemas como los que a él le gustaban; el Filipino con acento inglés y gruesos bigotes rubios contestaba que el último libro de poesía que había adquirido era una basura, con excepción de unos versillos que hablaban sobre los curiosos Kolominoides.
¿Qué era eso?, preguntaban, mientras a él le importaban un bledo. Lo único que quería realmente era que lo llevaran a casa o al mingitorio más cercano para deshacerse decorosamente de todo lo que pugnaba por abandonar su cuerpo.
Cada vez que sus párpados comenzaban a cerrarse, algún voluntarioso y acomedido le propinaba un codazo en su costado, generando con ello risas y más sacudidas de las que normalmente aceptaría en una situación como en la que estaba. Él abría los ojos de nuevo e irremediablemente escuchaba una nueva alegata de parte de sus carismáticos compañeros.