viernes, 15 de marzo de 2013

La Bebida de los Hombres - Parte 1



"Tomen y beban todos de Él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados. Hagan esto, en conmemoración mía"...Acababa de decir el Padre Augusto mientras sostenía la reluciente copa dorada por encima de él y en dirección a sus feligreses.

La parroquia se encontraba casi atiborrada de ellos. Una concurrencia muy nutrida para ser la misa de las 8 de la mañana, en la que casi siempre sólo la mitad de las bancas eran ocupadas por los creyentes del pueblo.
Pese a la numerosa multitud, alcanzó a distinguir que Él se encontraba sentado en las primeras butacas, como siempre, desde los últimos 5 o 6 Domingos...Ese desconocido de barba larga y vestimenta humilde, sobre el cual nadie le había podido dar razón.

Era en sí raro porque él permanecía sentado siempre. La gente se levantaba cuando era momento de hacerlo; se arrodillaba...Como en ese momento, en que ofrecía o presentaba la carne y la sangre de Cristo...Pero él no. Siempre se encontraba sentado. ¿Tendría algún impedimento físico?...¿Y cómo era que desaparecía justo al terminar la celebración?...En un par de ocasiones, el Padre Augusto había tratado de seguirlo, pero lo perdía al instante. No, ese sujeto podía caminar, y lo hacía muy rápido...




Al terminar la misa de ese día, Felipe y su hijo Damián, caminaban de regreso a casa, siguiendo el mismo camino que recorrían siempre: bordeando los límites del arroyo. Era la ruta más fresca porque no faltaban los Cipreses, Fresnos y Eucaliptos que proporcionaban una sombra agradable...Y a Damián le gustaba correr por entre los árboles...Pero no ese día.

- Papá, ¿por qué la gente tiene miedo?
- ¿De qué hablas, Damián?
- Es que he escuchado lo que dicen algunos...La Mamá de Pedro hablaba el otro día de muertos...El primo de José también nos contó algo parecido. Dicen que esto nunca había pasado en el Pueblo.
- Ese no es un tema para un niño de 8 años, así que, por favor...No prestes atención a eso. ¿Por qué no corres un rato?
- Papá...¿Qué pasa cuando la gente se muere?...¿Se va al Cielo con Papá Dios como dice el Padre Augusto?
- Así es, Damián. Se va al Cielo...Ahora, ve...Adelántate si quieres.

El chiquillo pegó carrera sin pensarlo más, y dejó a su Padre meditando en lo que acababan de conversar. Era consciente de que cosas así no se podían ocultar tan fácilmente. Sobre todo en un pueblo pequeño como el suyo.
Se desató el pañuelo que llevaba al cuello y se lo guardó en el bolsillo. A pesar de caminar en la sombra, el calor estaba haciéndose cada vez más presente e incomodo. Y el arroyo...Despedía un olor extraño. Era la primera vez que percibía algo así.

De pronto comenzó a escuchar que un par de caballos se acercaban a galope a su derecha. Se detuvo para ver de quién se trataba al tiempo que miraba en dirección a donde se había marchado Damián, a quien ya no veía porque había bajado al otro lado de la colina donde se encontraba la casa de los Jiménez.
Apuró el paso en dirección de la colina y en ese momento, los jinetes le dieron alcance. Se trataban del Caporal de los Jiménez y uno de los chicos que trabajaban en el rancho. No conocía su nombre pero ya lo había visto muchas veces allá.
Los hombres pasaron de largo sin siquiera voltear a verlo...Les grito pero ninguno de ellos le hizo el menor caso...

- Hey!...Oigan!...¿Qué sucede? - Y los jinetes desaparecieron también.

Felipe era un sujeto robusto pero su condición física no era precisamente para presumirse...Llegó jadeante a la cima de la colina y desde ahí vió que algo ocurría cerca de la casa de los Jiménez. Había mucha gente reunida cerca del arroyo. ¿Qué habría pasado?...No parecía que fuera nada bueno. Corrió tan rápido como su corazón y sus pulmones le permitieron. A los pocos instantes estaba ya junto a la muchedumbre.

- ¿Quién lo encontró? - Oyó decir que preguntaba el Caporal.
- Matías...Lo encontró hará...Una hora y lo sacó del agua. Creyó que podía hacerse algo por él, pero...
- Ramón fue ya a dar parte a la autoridad; a la cabecera municipal.
- Sí, y como las demás veces, no creo que se dignen en venir - Comentó con desgano el Caporal.
- ¿Quién...Quién es? - Apenas pudo preguntar Felipe.
- Es Adolfo, el esposo de Doña Rosita - Le contestó Raúl González, la persona que se hallaba de pie junto al cadáver...Éste yacía en la hierba, tapado apenas con una cobija que alguien había sacado de la casa. Los pies blancos y lechosos se asomaban por un lado; el resto, Felipe no alcanzaba a verlo desde donde estaba.
- Mi hijo...¿Habrá visto alguien a mi hijo?...Damián! - Lo llamó lo más fuerte que pudo.
- ¡Acá estoy, Papá! - Gritó el niño, que se encontraba un poco apartado de la gente. Felipe se dirigió hasta él y tomándolo del hombro, lo sacó del lugar a paso veloz.

- ¿Qué ocurre, Papá?...¿Por qué se muere la gente? - El tono de voz de su hijo daba cuenta del miedo que se había apoderado de él. Felipe estaba arrepentido de haberle permitido adelantársele en esa ocasión.
- No lo sé, hijo. Las autoridades ya investigarán qué ocurrió con esa persona. Ven, vamos a la casa.


Horas más tarde, la noche cubrió con su manto a Las Magdalenas, el pueblo que ahora se encontraba inmerso en el miedo luego de la serie de muertes que se habían producido en un corto período de tiempo. Nadie recordaba algo así, en toda la historia del pueblo.
Las calles se encontraban prácticamente desiertas, pero levemente iluminadas por el resplandor de la dama de la noche. El viento arrullaba a los árboles y producía un ligero pero constante silbido que se escuchaba por todas partes.
La mitad de la plaza se encontraba sumergida en las tinieblas, pues algunos de los modestos faroles que usualmente la iluminaban se encontraban apagados. Quizá el mismo viento había conspirado a favor de la oscuridad que proclamaba para sí la quieta pero intranquila velada. Cualquier visitante o extranjero que hubiera llegado esa noche bien pudiera haber dicho que aquél, era un pueblo fantasma.

Una solitaria figura cruzó la plaza, arropada en lo que parecía una túnica larga y una capucha cubría su cabeza. No llevaba ni lámpara ni fuego alguno, y parecía seguro de no tropezarse en la oscuridad pues andaba a paso veloz; seguro tal vez de que nadie se atravesaría en su camino. Después de todo, las sombras pertenecen a la noche y es en la negrura el sitio en que se mueven mejor; sin que nadie las importune, o sin que nadie note de hecho su presencia.
La figura dobló una esquina primero, luego otra...Y reptó por una empinada cuesta hasta que llegó al lugar que estaba buscando. Las velas iluminaban apenas la vivienda en la que se velaba al desafortunado difunto; al que horas antes se había sacado del arroyo...Se acercó sigilosa y furtivamente, hasta quedar cerca de una vieja ventana de madera que habían abierto para ventilar el cuarto.
Dentro, se rezaba el Santo Rosario y sus misterios eran pronunciados a veces calladamente, otras veces con mayor volúmen. El modesto feretro se encontraba cerrado y se respiraba un delicado olor a jazmín, mezclado con la putrefacción apenas perceptible, pero presente.
En eso, dos sujetos caminaron hacia el exterior de la habitación...Él no los conocía; ni necesitaba hacerlo...Se retiró un poco más y dejó que las sombras lo abrazaran y lo ocultaran de la mirada de aquellos que salían a la calle.

- De mi te acuerdas!, te digo que las respuestas de esto se encuentran arroyo arriba...
- ¿Qué quieres decir?
- ¿En dónde trabajaba, Adolfo?
- En la Destilería...Pero crees que...¿Crees que alguien de la Destilería se "despachó" al pobre de Adolfo?
- No lo sé, pero me parece un buen lugar para comenzar a preguntar.
- Pero la destilería es de los frailes!...¿Crees que entre ellos se esconda el asesino?
- No, no estoy diciendo eso!, pero además ellos tienen trabajadores. No hacen el trabajo rudo.
- Y sin embargo, son los que se quedan con las ganancias del mezcal.
- No estamos discutiendo eso, Jeremías!...Ese ya es otro cuento. Lo único que digo es que valdría la pena que preguntaran e investigaran a los que trabajan ahí.
- Tú sabes quienes trabajan ahí. ¿No conoces a todos?
- No, a todos no...Aunque vivamos en el mismo pueblo, no puedo saber todo sobre todas las personas. Es imposible, ¿no crees?
- Suena a que...

Pero el insulso Jeremías no terminó lo que iba a decir; además de enmudecer, su rostro palideció al instante y sus brazos y manos comenzaron a temblar profusamente.

- ¿Qué?...¿Qué sucede, qué viste o qué?!
- ¡Ahí!...¡Ahí! - Señaló hacia las sombras que se encontraban a la espalda de su interlocutor.
- ¿Pero qué?...No hay nadie ahí!
- Te lo juro, Miguel!...Ahí había alguien hace unos momentos. D-desapareció!...Clarito vi que había alguien; tenía sus manos juntas como en oración y...Y tenía la boca abierta. Seguro que lo vi, por la virgencita!
- Pues si había alguien ahí...Ya se ha ido. Ven, mejor vamos adentro. No le digas nada a nadie, ¿de acuerdo?
- S-sí, vamos...

Miguel y Jeremías volvieron entonces a acomodarse en sus respectivos lugares, dentro de la casa; bajo la mirada reprobatoria de algunas y algunos de los que rezaban con fervor y habían alcanzado a escuchar el grito de sorpresa del pálido Jeremías...Pero al instante, la atención volvió a encauzarse en el Rosario y los escandalosos amigos quedaron relegados a segundo término.

- "Dios te salve, Reina y Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve. A Ti llamamos los desterrados hijos de Eva; a Ti suspiramos, gimiendo y llorando, en este valle de lágrimas; Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos; y después de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce siempre Virgen María!..."
- ¿Quién habrá sido, Miguel? - Susurró Jeremías, prácticamente en el oído de su fastidiado compañero.
- Shh!...Luego, luego!
- "Señor, ten piedad...Cristo, ten piedad...Cristo, óyenos..."
- ¿Qué pecados tan terribles...Habremos de haber cometido, Miguel?
- Jeremías, por favor!...Ahora no!
- "Dios Padre Celestial, ten piedad de nosotros..."


Piedad...Se quedó pensando, largo, largo rato. ¿Pero qué piedad merecía esta gente?, ¿qué piedad merecía el hombre que se comía al hombre?...¿Quién podría tener misericordia ante los actos viles que ofendían al Cordero de Dios; al Cristo Salvador?
Algunos perros que lo habían alcanzado a oler ladraban ahora, pero no había forma de que lo alcanzaran. Ya no...
Volvió la vista atrás, tan solo unos segundos...Y pensó de nuevo en ese concepto: en la piedad. Luego se zambuyó en las frías aguas del arroyo y se perdió de vista, dejando todo atrás...Por ahora.


Continúa.

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