viernes, 27 de junio de 2014

La Bebida de los Hombres - Parte 3


El Padre Augusto se hallaba cansado, y un tanto aburrido también, ¿por qué no decirlo?...El calor de la tarde hacía que sudara de forma incómoda; sobre todo estando ahí, dentro del reducido confesionario y esperando la llegada de algún pecador decidido a admitir sus ofensas contra el Señor. No hubo muchos ese día, tenía que admitirlo...Y ansiaba levantarse y recluirse en sus frescos aposentos; tomar un poco de vino tinto y relajarse mentalmente...Tenía mucho que predicar; mucho qué decir en la misa de 7 de la noche. Su parroquia lo necesitaba ahora, más que nunca...Y estaba a punto de marcharse cuando vio que alguien entraba al recinto derecho del confesionario y abría la ventanilla que lo comunicaba y por medio de la cual, el Padre Augusto escuchaba a los arrepentidos y estos a su vez, escuchaban la penitencia salvadora que limpiaba toda mancha; que aliviaba el escozor provocado por las malas conductas.
Una voz desconocida rompió el silencio imperante...

- ¿Padre?
- ¿Sí, hijo?...¿Deseas confesarte?
- A decir verdad, Padre...Pensaba en que tuviéramos algo así como reciprocidad, usted y yo.
- ¿Cómo has dicho?
- Sí. Usted escucha mis pecados y entonces me recomienda la penitencia necesaria para purificarme. Luego, yo escucharé los suyos y le recomendaré lo apropiado para que la culpa sea perdonada. ¿Le parece un trato justo?
- ¿Es esto una broma?...¿Quién eres?
- Eso no es lo importante, Padre. Además, ¿no se acostumbra respetar el anonimato de aquellos que vienen a usted a cumplir con los designios de nuestro Padre?
- ¿Y por qué debería de confesarme yo contigo?, ¿quién eres?...¿Eres...Eres el hermano Cristobal, acaso?!
- Soy alguien, Padre...Alguien que lo puede escuchar; alguien con un poco de experiencia en esto. Y quién sabe, si me apura, podría decir que lo aventajo en muchas cosas más.
- ¡Esto es inaudito!, ¿cómo te atreves a burlarte de mi?
- Padre!...No se levante por favor. Si lo hace, me obligará a marcharme y no habré conseguido mi objetivo. Créame, no quisiera irme con las manos vacías, por así decirlo.
- Sólo un sacerdote puede confesar a otro sacerdote!, y en estos momentos soy el único sacerdote ordenado en el pueblo, de manera que tendrás que decirme quién eres y de dónde vienes?
- El "de dónde vengo" no importa tanto como el "a dónde voy", Padre...Siento que es importante que hagamos esto. He venido a confesarme porque deseo que ÉL perdone todo lo que he hecho, ya que a pesar de contar con las mejores intenciones, y de que siempre he obrado conforme a SUS designios...Tengo el temor de que los medios que he usado para seguir el camino del Señor, y para hacer cumplir sus mandatos y designios...No sean del todo entendidos o apreciados...
- ¿Insistes en burlarte?!...¿Cómo puedes lanzar una blasfemia como esa?, ¿cómo puedes dudar que el Señor entienda tus acciones, o las de cualquiera? El Señor, en su infinita sabiduría, entiende todo lo que hacemos, incluso mejor que nosotros mismos!...Ahora, si no te muestras...

El Padre se levantó rápidamente y abrió la puerta de su habitáculo. Pero se detuvo unos segundos ahí, en el exterior del confesionario; temeroso - en parte - de conocer la identidad del hombre que se encontraba al lado, pero el coraje que le producía sopesar la posibilidad de haber sido sujeto de una broma, favoreció su determinación por llegar al fondo del asunto.
Abrió la puerta y permaneció mudo...Paralizado y sin pensamiento; con un frío gélido que comenzó a recorrerlo desde los pies y que reptó hacia arriba hasta llegarle a la punta de la cabeza calva, pues el habitáculo contiguo se encontraba vacío.

Miró hacia ambos lados del corredor. No había nadie. Algunas personas se encontraban dispersas, en las bancas de la nave central del templo; sumergidas en sus oraciones y en su comunicación interna con el Señor. No parecían haberse percatado de lo que acababa de ocurrir.
No tenía sentido...¿Cuánto demoró en salir del confesionario?...¿2 segundos? Era imposible que alguien hubiera salido y escapado en ese tiempo, y no ser visto.
En eso, uno de sus sacristanes entró por la puerta principal. Llevaba en sus manos lo que el Padre adivinaba que serían las velas nuevas para el altar.
Al pasar a su lado, el Padre le preguntó...

- Arturo...¿Viste a alguien salir de la iglesia?
- ¿Perdón, Padre...?
- Sí!, que si viste ahorita, en este momento, a alguien...¿Saliendo de la iglesia?
- N-no, Padre. Nadie. Yo voy llegando, con su encargo. Mire, son las velas que esperábamos.
- Sí, muy bien. Hazte cargo, por favor... - Y habiendo dicho esto, se encaminó con paso vacilante a las oficinas parroquiales con una sola idea zumbando dentro de su mente: "Eras tú...Eras tú!".


Más tarde, en un lugar apartado del pueblo; un jinete bordeaba el arroyo de aguas tranquilas y se detenía al lado de un alto y viejo ahuehuete. José dirigió la vista hacia el horizonte y atestiguó cómo las últimas y rojizas luces del día bañaban la árida tierra que lo separaba del resto del mundo. Se sentía aprisionado; sin oportunidad de escape y temeroso de ser el siguiente en la lista negra.
Por supuesto que era difícil confiar en alguien, luego de los últimos hechos en el pueblo; pero sí confiaba en Don Emiliano - su jefe. Su plan era reunirse con Agustín, su hermano. Y comenzar a indagar sobre los monjes y lo que ocurría (o lo que pudiera estar ocurriendo) en la destilería. "Pregunta y descarta...", le había dicho Don Emiliano. O algo así era lo que habían planeado.
Para José Guardado, la soledad no era buena consejera, y mucho menos en tiempos aciagos como aquellos. Agustín ya debía de haber llegado. ¿Y por qué había elegido precisamente ese lugar? Suponía que a su hermano no le había parecido buena idea hablar dentro de los muros de la destilería, pero...¿por qué?, ¿qué ocurría ahí?

En ese momento, José escuchó algo...Algo que estaba fuera de lugar. Aguzó el oído y esperó...Nada. No se escuchaba nada salvo el arrullador sonido del agua discurriendo por el serpenteante arroyo y el suave devenir de las hojas de los árboles...Y sin embargo ahí estaba otra vez!; era como un rechinido; el crujir de algo.
Desmontó de inmediato y se llevó la mano a su revólver. Atisbó a sus espaldas al tiempo que se cubría con el cuerpo de su caballo. No se veía nada...Pero el ruido volvía a aparecer con cada brisa que llegaba. No le convenía permanecer más tiempo ahí pues pronto el oscuro manto de la noche lo cubriría todo, reduciendo al mismo tiempo sus posibilidades de salir bien librado de una trampa.

- ¿Quién anda ahí? - Gritó y esperó. Nada.
- Tengo una pistola!...No dudaré en usarla si no me dices quién eres...Y qué quieres! - Y luego, la nada se hizo presente una vez más.

El pueblo estaba maldito; eso era un hecho y cualquiera que lo negara era un necio y un estúpido. Las voces internas de José eran un coro (y no precisamente de Angeles) que le gritaban "Sal de ahí!, sal de ahí!", pero como suele suceder en casos como ese; sus extremidades inferiores parecían estar empantanadas y no se movían con la velocidad que él deseaba imprimirles. Y más aún, en su "fuero interno", José le ordenaba a su cuerpo: "Súbete al caballo y vete de aquí!"...Pero por alguna razón que escapaba al pobre entendimiento de aquel hombre, sus músculos parecían tener un objetivo totalmente distinto...¿Por qué bordeaba ahora el árbol y miraba hacia las ramas que se extendían sobre su cabeza?, ¿era acaso para descubrir el cuerpo de un hombre ahorcado colgando inerte y tieso desde una de las ramas?, ¿era tal la necesidad de hallar a su hermano Agustín, muerto y colgando de una soga, atado a la rama de un árbol?
La pistola resbaló de sus manos; era tanto el frío que sentía y que comenzó a recorrerlo, que su cuerpo se puso a temblar sin control y sus manos eran incapaces de sostener la única arma que tenía; la única defensa contra lo que hubiera puesto a su hermano ahí arriba y que se mecía como si se tratase de un péndulo humano capaz de marcar solamente la hora de su propio deceso.
La última luz del día ya no iluminaba el rostro de su hermano muerto. La sombra iba subiendo poco a poco y recorría ahora la soga, de camino a la copa del árbol; en un intento por engullirlo todo y de recuperar para el mundo - esa versión salvaje y despiadada del mismo; una segunda cara de las cosas; que normalmente nadie ve, o nadie querría ver en su sano juicio.

Oh, razón adormecida y turbia; demonio que gusta de los enredos y de los entuertos; compañera abnegada de la desdicha y de las calamidades de piernas entecas que alcanzan velozmente a cualquiera, y que en este triste caso, tenían que trepar por la encorvada espalda de José y penetrar salvajemente en su ser; perforando sus paupérrimas defensas como un negro cuervo que le saca los ojos a su víctima para después proceder con el festín según le dicte su instinto carroñero, ya con la presa disminuida, sometida y sin poder ver por dónde llegará el próximo ataque.
Y su mente febril descarrilaba cual tren que en su tardío intento por frenar e impactar con algo, de cualquier forma pierde la sujeción con las vías y termina por despeñarse y caer a un precipicio sin fondo donde la oscuridad es reina y señora absoluta.

Todavía con la temblorina en su cuerpo, José cayó de rodillas justo debajo del cuerpo oscilante de su hermano y con lágrimas en los ojos comenzó a hacerse una infinidad de preguntas...¿Por qué su hermano?...¿Por qué lo habían matado de esta forma?...¿Quién lo había hecho y por qué razón?...¿Quién se había ensañado de esta forma tan cruel con la gente del pueblo?
¿Por qué permitía el Señor todas estas desgracias con su gente?...¿Qué mal habían hecho para haber merecido un destino tan funesto?

José lloraba confuso, adormecido de tal forma que era imposible ya, darse cuenta de lo que realmente ocurría a su alrededor. Nadie tenía respuestas para él, así como tampoco para la extraña picazón que ahora sentía en su cuello, o para explicar lo torcido de la negra realidad que se le presentaba.
El hombre era totalmente ajeno a la soga que le pasaban por el cuello y al nudo fortísimo que se le aplicaba; la brisa volvió y acarició las hierbas, mientras que el frío arremetió en contra de su piel acartonada.
No cabía la menor duda...El cuervo había hecho un muy buen trabajo al deshabilitarlo. No les costó trabajo levantarlo del suelo y subirlo poco a poco, ya que en cuestión de minuto y medio, José ya estaba cara a cara con su hermano, pero éste no le devolvía la mirada. Las cuencas de sus ojos eran dos negros abismos que parecían darle la bienvenida a una nueva forma de ver y sentir las cosas.
Pronto...Dejó de respirar...Y dejó de hacer frío.

José ya no escuchaba nada...No era consciente de todo lo que se decía y lo que no se decía; ni del vuelo errático de una cigarra que por una de esas extrañas y raras circunstancias de la vida, terminó por colarse dentro de su boca abierta, y descubriendo por accidente un nuevo y prometedor hogar para su próxima progenie.

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